“I can’t breathe” se eleva como un grito reivindicativo contra el racismo a nivel mundial. Y yo estoy acabando la redacción de mi novela «Alacrana» cuyo argumento trata de la discriminación. Comencé hace meses, cuando todavía ni podía adivinarse el infausto fin de George Floyd ni las consecuencias que acarrearían sus últimas palabras. En realidad, la idea surgió de mi recurrente tendencia a hablar de la emigración. Soy emigrante y descendiente de emigrantes, quizás sea por eso.
Alacrana no trata de afroamericanos sino de las peripecias de un wetback —un joven mexicano que cruza la frontera con Estados Unidos. Para escribirla he tenido que «hurgar» en las condiciones que encuentran los inmigrantes al llegar a la primera potencia mundial, dónde viven, en qué trabajan, qué derechos tienen y las posibilidades de insertarse activamente en la sociedad como parte integral de la misma. He leído muchísimos artículos, estudios, noticias, las reglamentaciones del Departamento de Inmigración de Estados Unidos y buena parte de la historia americana desde la colonización.
Voy a permitirme ahora matizar sobre la discriminación tal y como yo la entiendo.
La discriminación es instintiva. Todos discriminamos por ignorancia, temor, supremacía o espíritu gregario. Los animales discriminan y, somos animales en teoría racionales —no siempre.
Discriminamos al que es distinto, al que está fuera de nuestro grupo, al que tiene otro color de piel, distinta cultura, costumbres o religión. Discriminamos a quien tiene otro pensamiento político y hasta a los simpatizantes de otro equipo de fútbol.
Se discrimina en todos los países más o menos solapadamente: a la mujer, al transexual, al inmigrante… Yo diría que hasta cierto punto es algo entendible, aunque no justificable. Aún las personas que dicen no discriminar en absoluto han demostrado en estudios psicológicos ser discriminatorias de manera subconsciente.
Eliminar la discriminación de la sociedad humana será una larga batalla en contra de un elemento atávico que llevamos en nuestra propia naturaleza.
Ahora bien. Si la discriminación es algo casi inevitable desde el punto de vista sociológico, su aplicación a la economía, a los derechos humanos y a la justicia, es impensable en la mayoría de países que se dicen «avanzados.» Para ello la sociedad ha elegido unas normas basadas en principios de equidad. También ha elegido una serie de autoridades destinadas a velar por el cumplimiento de esas normas y una difusión educativa de los principios que deberían ser el espíritu de la comunidad. Aún así habrá discriminación por motivos de status social y económico, por vivir en la capital o en un pequeño pueblo, pero no será una discriminación institucionalizada.
Dicho esto, volvamos a la investigación para Alacrana. En Los Ángeles, California, donde se desarrolla casi toda la trama de la novela viven 5.8 millones de latinos. Un gran porcentaje son de origen mexicano y casi todos habitan al este del rio Los Ángeles. Tienen sus comercios y restaurantes. Es como un México en miniatura. Ellos desempeñan, en general, las tareas menos cualificadas dentro de la sociedad y por supuesto menos pagadas, sin seguros médicos ni asistencia sanitaria universal. Una especie de apartheid tolerado por los beneficios económicos que produce.
Los afroamericanos habitan mayoritariamente el sur de la ciudad, en especial los barrios de Watts y Crenshaw. Si bien eran mayoría hacia 1970, su población ha disminuido frente a la latina. Según los testimonios recogidos, las empresas prefieren contratar un latino antes que un afroamericano. Los latinos son más dóciles y están dispuestos a trabajar en peores condiciones. Así se genera otro apartheid todavía más cerrado debido a la falta de salida laboral.
No hablaré aquí de chinos, taiwaneses, libaneses y otras nacionalidades que viven en Los Ángeles. De hecho, se reconocen 240 idiomas diferentes que se hablan en su tejido urbano y extrarradio. Sin embargo, se ha de destacar la poca integración de todas las culturas con la americana.
Cuando investigo, intento ser lo más ecuánime posible. El hecho de que determinadas culturas se agrupen en torno a un mismo barrio o sector es frecuente en todo el mundo. Cuánto más distinta sea de la nativa, más posibilidades hay de que se cobijen bajo un paraguas común para salvaguardar sus tradiciones. Aún así, no suele haber una discriminación muy acentuada salvo que en el país del que se trate o en la comunidad migrante exista un principio de supremacía.
Voy a explicarme.
El pueblo judío fue ampliamente perseguido durante siglos y expulsado de muchos países. Por no hablar del genocidio durante la Segunda Guerra Mundial a manos de los nazis. Un caso extremo de discriminación al que no se puede aplicar ningún atenuante. Ahora, el pueblo judío tiene su «tierra prometida» tras siglos de deambular. ¿Y qué hace? Lo mismo que padeció: discriminar, expulsar y perseguir a sus vecinos porque ellos, los judíos son «el pueblo elegido por Yahveh y los otros no.
El mismo caso puede aplicarse al cristianismo en su lucha contra los gentiles y en las brutales consecuencias de la evangelización americana. Otra vez aparece la supremacía de la aparente verdad frente a la barbarie. Basta echar una mirada a la Inquisición y a las encomiendas en América.
El caso de Estados Unidos es quizás el más evidente en cuanto a la supremacía de un grupo étnico – religioso y su prolongación a lo largo del tiempo. No olvidemos que los primeros colonizadores del norte de América eran puritanos calvinistas. A lo largo de la historia, en la unión americana, la proliferación de sectas en las que solo se salvan y únicamente son santos quienes están dentro de ellas, es más que evidente: testigos de Jehová, adventistas, mormones… por nombrar solo algunas legales.
«Por la autoridad de Dios» reza la doctrina del «Destino Manifiesto» incorporada a la genética social estadounidense de la misma manera que la del «pueblo elegido» a la de los judíos. Es así que todo lo que no entre dentro de sus parámetros raciales, sociales y religiosos debe ser subyugado, es inferior y no merece los mismos derechos.
«El historiador William E. Weeks ha puesto de manifiesto la existencia de tres temas usados por los defensores del Destino Manifiesto:
- La virtud de las instituciones y los ciudadanos de EE. UU.
- La misión para extender estas instituciones, rehaciendo el mundo a imagen de los EE. UU.
- La decisión de Dios de encomendar a los EE. UU. la consecución de esa misión.
La descripción del presidente Abraham Lincoln de los Estados Unidos como «la última y mejor esperanza sobre la faz de la Tierra» es una expresión muy conocida de esta idea. Lincoln era un puritano y gran conocedor de los preceptos bíblicos, sus discursos eran casi salmos de un carácter muy convincente para los congresistas de la naciente república unificada.» (Fuente Wikipedia)
Lincoln rechazaba la esclavitud, pero no era abolicionista. No quería que la esclavitud se extendiese por los nuevos territorios del oeste, pero creía que los estados en los que ya estaba instaurada tenían derecho a mantenerla. Resumidas cuentas, la abolición de la esclavitud en Estados Unidos no fue una declaración de igualdad sino una estrategia política para debilitar a los estados rebeldes. Es más, en 1958 el Tribunal Supremo de ese país dictaminó que cualquiera que tuviera antepasados esclavos (en otras palabras, todos los negros que en ese momento eran libres) no podrían ser considerados ciudadanos y, por consiguiente, no tenían derecho a llevar sus quejas ante los tribunales norteamericanos.
Así de simple: «discriminación institucionalizada» con una profunda raigambre dentro del ciudadano y las instituciones, incluida la justicia.
Por razones obvias de imagen internacional, el racismo, la discriminación social, económica, sanitaria, religiosa y étnica, así como la homofobia deben ser ocultadas tras una pátina de modernismo y libertad, pero en el fondo siguen existiendo y se aplican incluso con mayor virulencia que si estuviesen a la vista.
Para poner un ejemplo que incumbe a las artes: no pocos analistas adjudican el deterioro y decadencia de Hollywood al incremento de poder de la cultura «progre.» Según ellos los americanos han dejado de consumir películas porque no se sienten identificados con los modelos sociales que en ellas se presentan. Algo normal para ellos sería una familia tradicional, el hombre machista y la mujer sumisa, que va a la iglesia cada domingo y una bandera de Estados Unidos cada tres tomas.
En el caso de George Floyd, el incendio social no se debió al hecho puntual de que un policía asfixiase a un ciudadano negro. Si se pone una tapa a presión en una olla y se sigue calentando durante suficiente tiempo, reventará. Culpar al cuerpo policial es colocar «cabezas de turco» al frente del pueblo enardecido. Sin lugar a dudas quien cometió el crimen debe ser castigado, pero por los cargos que le han imputado se ve que el origen del problema está mucho más arriba y mucho más profundo. Se trata de una discriminación institucionalizada producto de creerse la supremacía de los puritanos sobre el resto de la humanidad. Ya pueden arrodillarse los alcaldes y prometer medidas. No son ellos quienes pueden solucionar el problema de fondo.
Yo discrimino, tú discriminas, él discrimina, pero hacer de la discriminación una institución es legalizar la deshumanización, la ignorancia y el retraso.